Yo era un monstruo, y lo sabía. Mi trabajo consistía en serlo.
Hacía tiempo que había dejado de engañarme a mí misma con espejismos de virtud y justicia: no era mejor que aquellos a quienes debía destruir. "Hay que tratar, tan solo, de no ser peor", recordaba que me había dicho alguna vez la buena de Claudia.
Siempre que me preparaba en casa para convertirme en el deseo de un monstruo, como ocurría en aquel momento, no podía evitar pensar eso. Como si el propio acto de prepararme par ellos me acusara. Mírate, Diana, vas a transformarte en lo que más le gusta a esa bestia. Y en ese "más" estaba el problema. No bastaba con resultarle apetecible: para gustarle por encima de cualquier otro cuerpo, para que me eligiera precisamente a mí, tenía que llegar a ser lo que él más quería. Desde la piel a las entrañas, yo debía ser eso que el monstruo deseaba obtener cuando mordía.
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